Capítulo VII
Ingonyama. La Canción del Kenya.
Primero pensó que
se trataba del eco. Tal vez algunas rocas de la montaña cayendo en un derrumbe.
Volvió a concentrase en la mira telescópica Zeiss
Zielvier de su Mauser Karabiner K98,
modelo adaptado para francotiradores y orgullo de las Wehrmacht. Dieter Fisher pensó que pronto su presa estaría a
distancia de tiro. Ya podía observar las siluetas bien recortadas de los scouts
de la delegación de Glasgow, y junto a ellos a su objetivo acompañado de Lady
Powell con otros adultos que participaban de la excursión. Se acercaban
pausadamente. Cada vez un poco más. En pocos minutos podría disparar y cumplir con
éxito las órdenes de Berlín. Extendido en el suelo y con el arma apoyada sobre
su mochila para darle estabilidad, necesitaba calcular mejor el tiro pero se
distrajo nuevamente porque ese sonido permanecía y se hacía cada vez más
notorio. Era como una vibración, un rumor que se repetía y aumentaba su
intensidad. Un profundo tremor desde el interior de la tierra que parecía
rodearlo. Luego de unos minutos el sonido se fue aclarando y pudo reconocer que
se trataba de tambores. Tambores africanos.
—No tiene sentido…
no es posible… aquí ya no hay poblados de ninguna tribu —pensó para si—
Algunos tambores
eran tocados con lentitud y emitían un sonido más bajo y otros se escuchaban más
rápido y más agudos. Junto a ellos como un murmullo que crecía bajo el ritmo de
la percusión escuchó voces. Era un canto. Pensó que estaba alucinando. Quizás
el cansancio por el ascenso, el largo acecho en la oscuridad y luego el sol le jugaban ahora una mala
pasada, aunque llevaba ropa adecuada y se había preocupado de beber suficiente
agua de las cantimploras que le había preparado Kirsten. Pero seguía escuchando
ese canto. Eran muchas voces… y cantaban a su alrededor.
—¡¡¡Eeeee…Eeeeegoooonnnn…
—¿Quién canta? —preguntó
molesto Fisher aunque no había nadie a la vista.
—¡¡¡Eeeeennngoooonyamaaaaa!!!
El sonido parecía
venir desde alguna escondida caverna del Monte Kenya. Eran voces con distintos
tonos que se superponían y cantaban casi al unísono. Una y otra vez las mismas
palabras, cuyo significado Dieter desconocía, y que retumbaban en las rocas.
—¡¡¡Engonyamaaaaaa…Engonyamaaaaaaa!!!
—¡Salgan…salgan…
tengo balas para todos! —gritó Fisher exasperado por esos tambores que no se
detenía y las voces que ahora parecían estar en el interior de su cabeza.
La boca se le
secaba y bebió nuevamente de una de las cantimploras y recordó cuando Kirsten
le dijo que según las creencias locales aldeas completas de espíritus habitaban
en el Monte Kenya.
—Estoy alucinando
—pensó—
—¡Bruja…maldita bruja!
—gritó— ¿Qué brebaje me has dado? ¡Eso es… claro… no quieres que otro lo mate!
—seguía hablando solo mientras vaciaba el contenido de la cantimplora al suelo—
Lo haré de todas formas. No te llevarás el crédito Kirtsen. ¡Yo lo haré! ¡Es mi
presa…será mi trofeo de caza! ¡Sigan cantando, canten más fuerte aún, toquen
sus tambores… morirá de todas formas!
Volvió a tomar con
firmeza el fusil y a buscar con la mira hasta dar nuevamente con el anciano del
sombrero de ala ancha que con ayuda de un bastón caminaba lentamente mientras
le hablaba a los niños que lo rodeaban sobre impalas, leones y búfalos
africanos. Respiró profundo, colocó el dedo en el gatillo, apuntó al pecho y al
exhalar disparó, en el mismo instante que una bala lo rozaba en el hombro.
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No alcanzaré a
detenerlo pensó Raymond Gibbons y disparó dos tiros seguidos como le habían
enseñado. La vigilia durante la noche en las faldas del monte, junto a otros
agentes de la Policía Colonial alertados por el mensaje llegado de Londres,
había dado resultado aunque nunca habría podido ubicar a Fisher si no hubiese
escuchado su voz hablando sólo en esa extensa ladera.
El intenso dolor en el
hombro de Fisher, su disparo desviado y la silueta que alcanzó a atisbar por el
rabillo de su ojo izquierdo cuando Gibbons se le abalanzaba fueron una sola
cosa. El disparo se había perdido, pero alcanzó a girarse para ver a su enemigo
que ya estaba junto a él. Pese a la herida Fisher era ágil y estaba bien entrenado.
Aprovechó el mismo movimiento de su brazo para levantar la culata del fusil
hacia Gibbons que ya caía sobre él y, aunque no de lleno, logró golpear su
rostro provocándole un corte en su ceja. El scout de Glasgow cayó a un costado,
perdió el revolver que llevaba en la
mano izquierda pero no soltó el báculo de su diestra y se puso rápidamente de
pie. Fisher aprovechó de levantarse y sacar su cuchillo, recuerdo de las Hitlerjugend. De la herida en la ceja comenzó
a brotar abundante sangre que mezclada con la tierra de su rostro y el polvo en
suspensión se le metía en el ojo que le ardía cada vez más. Optó por cerrarlo y
seguir luchando sólo mirando con su ojo derecho. Se vio obligado entonces a
tener que girar un poco el rostro para ubicar mejor la posición de su rival.
Dieter notó el gesto y entendió que ese flanco era el más débil. Casi todas las
estocadas, entonces, comenzaron a ir hacia ese costado del cuerpo o del rostro
de Gibbons. El joven escocés retrocedía y con golpes de su báculo alejaba la
mayoría de las embestidas de Fisher.
—Perro inglés, te ahogarás en tú sangre.
— Soy escocés, imbécil.
Gibbons tomó firmemente el báculo con sus dos manos y con un rápido
movimiento en semicírculo trató de darle en la cabeza al agente alemán. Fischer
esquivó y a la vez pateó con fuerza detrás de la rodilla derecha de su oponente
que cayó al suelo perdiendo también su báculo. Fisher saltó junto a él para
asestarle una mortal puñalada en el cuello, pero la piedra lanzaba por Gibbons
llegó antes a su rostro. El peñasco tenía aristas afiladas. Fue justo uno de
esos bordes agudos el que golpeó a Fisher en todo el borde derecho del rostro
abriendo un tajo sanguinolento que provocó el alarido del francotirador. Un
intenso mareo lo hizo trastabillar, sintió náuseas, el suelo y el cielo nublado
por el polvo se convirtieron en una sola cortina grisácea y bastaron dos pasos
descuidados para que en el tercero pisara el vacío y lanzando puñaladas al aire
desapareciera de la vista de su oponente.
—No son muchos metros de profundidad… no creo que haya muerto —le dijo
el Sargento Ian Thacker que junto a otro policía colonial fueron los primeros
en llegar corriendo al lugar de la fallida emboscada.
—¡Debemos seguirlo! le reclamó Gibbons que recogió su arma del suelo y se
acercó al borde de la terraza de roca que se asomaba sobre la misma ladera del
Kenya para lanzar un par más de disparos aunque
Fisher ya no estuviese a la vista.
—Por aquí no es posible. Hay más hombres abajo, ellos tendrán mejor
oportunidad — le dijo Thacker que luego le pidió a su acompañante kenyata
bajara rápidamente para dar la voz de alerta e iniciar la búsqueda del agente
del Tercer Reich. —Además, debemos atender esa herida en el brazo, está
sangrando mucho y se puede complicar, agregó—
— Pero se escapará —protestó Gibbons, que solo entonces miró su brazo
derecho y vio como su camisa del uniforme de la delegación de scouts se
empapaba de rojo y goteaba desde el pliegue arremangado a la altura de su codo.
Puso atención y esperó por si un golpe de sangre mostraba que una arteria había
sido cortada, pero por fortuna, no fue así.
— No lo creo y además ya sabemos quien es. Lo rastrearemos aquí y en
toda Kenya si es necesario. Su ataque ha fracasado. No pienses que eres el
único en esta tarea —agregó el Sargento de la Policía Colonial Británica— que mientras
recuperaba el aliento levantó la solapa de uno de los bolsillos de su uniforme
y bajo ella dejaba ver una pequeña piocha de metal opaco con las iniciales “MI”
que Gibbons supo reconocer.
EPÍLOGO
Dejaba que las pequeñas gotas de rocío de mar se acumularan en la palma
su mano. Con su brazo extendido sobre la baranda del buque el pequeño Thomas
Clay esperaba paciente que se juntaran allí, sonriendo al sol mientras recordaba a sus
padres y hermanos en Escocia. Raymond Gibbons a su lado en silencio miraba el
horizonte y pensaba en la inesperada aventura que lo había sorprendido en los
últimos meses con una trama que lo había llevado a enfrentarse directamente a
las fuerzas del Tercer Reich.
El RMS Prince of Wales, con la delegación scout a bordo, avanzaba por el
Mediterráneo rumbo a Gibraltar, para luego enfilar a su destino final en la
isla de Gran Bretaña.
—¿Ya viste tu dibujo Raymond? — Le preguntó el niño— El mío es un fiero
león. Muy bonito. ¿No te parece muy gentil de parte de Lord Powell habernos
regalado un dibujo a cada uno? Todos llevan una dedicatoria personal y a pesar
de ser bocetos a lápiz que hizo rápidamente el mismo día de nuestra visita al
Monte Kenya están muy bien, creo yo. ¿No te parece, Ray?
— Claro que sí, Tomy… aún no he visto el mío pero será un recuerdo para
toda la vida. Además Lord Powell desde pequeño ha sido buen dibujante.
—¿Te duele mucho el brazo Ray? —dijo apuntando su dedo hacia el blanco
cabestrillo que Gibbons llevaba para sostener su brazo.
—Cada vez menos, Tomy, cada vez menos.
—¡Que tonto soy! —dijo el niño como sorprendido— seguramente no has
visto tu dibujo aún porque no puedes sacarlo del sobre. Yo lo haré por ti. ¿Qué
te parece Ray?
Viendo el entusiasmo del pequeño y también con algo de curiosidad por ver su regalo Raymond Gibbons accedió y autorizó al
menor de los scouts de Glasgow a ir a su camarote para traer el sobre encerado
donde BP había guardado cada uno de los regalos para sus visitantes escoceses.
—¡Oh es el Monte Kenya! Dijo Thomas Clay, sin poder ocultar algo de
desilusión en sus palabras —pensé que podía ser otro animal salvaje… de todas
formas puede ser parte de la exposición que montaremos para todo nuestro grupo
cuando lleguemos. Creo que nadie más tiene un dibujo de la montaña. Además,
mira Ray, tiene una Flor de Lis en este extremo como una brújula, aunque no
indica el norte, más bien marca… el Noreste.
—Voy a contarles al resto que tenemos una nueva pieza para la exposición
de este viaje.
Raymond Gibbons vio alejarse al niño y a la vez sintió una puntada en su
brazo herido. Prefirió sentarse en una de las sillas de madera y tela verde que
poblaban la cubierta de pasajeros de estribor. Cerró los ojos y respiro
profundamente un par de veces para volver a abrirlos y mirar más detenidamente
su dibujo. Algunos trazos del contorno del monte eran gruesos, pero las líneas
del grafito habían sido difuminadas con la yema de los dedos. La diferencia de
colores mostraba con claridad el inicio de las nieves en la cumbre y algunas
líneas irregulares más oscuras eran las grietas que se abrían en algunos
sectores de la falda del macizo. Luego miró la Flor de Lis y como en un juego
siguió la línea imaginaria que salía desde la aguja al medio de su pétalo
central y marcaba rumbo noreste. Entonces lo notó. Junto al borde de la montaña,
lo que primero parecían dos rocas, eran en realidad dos pequeñísimas siluetas
humanas dibujadas con la fina punta del lápiz. Dos hombres con sus brazos
entrelazados como si bailaran o lucharan entre si. Bajó la vista al borde
derecho de la hoja y sonrió al leer la dedicatoria: “Ante la proximidad del abismo
desde una flor también puede surgir el valor y la esperanza”… ¡Siempre
agradecido!” Bathing Towel.
Fin.
PD: Mi afectuoso saludo y
agradecimiento a los fieles lectores de esta pequeña historia inspirada en los antiguos
folletines de aventuras que, a pesar de la espera entre cada capítulo, siempre
se mostraron entusiasmados por seguir leyendo este relato inspirado en un hecho
real y desarrollado entorno a la figura del fundador y los primeros integrantes
del Movimiento Scout.
¡Buena Caza!
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